Un hombre afortunado
Llevaba un hacha en la mano, pantalones anchos con una faja prominente, y como era costumbre, su torso descubierto dejando ver toda su musculatura. La negra capucha cubría la totalidad de su rostro y cuello. Con sus pesadas botas y sus más de 120 kilos de peso hacía retumbar el suelo a medida que subía las escaleras hacia el patíbulo.
Cada ejecución se había convertido en un espectáculo. Una distracción de domingo en la plaza pública, para un pueblo consumido por la rutina y el aburrimiento. La algarabía de la gente no se hacía esperar. Las mujeres con sus ruegos y sollozos intentaban persuadir al inquebrantable verdugo. Unos lo maldecían, y otros llenos de sevicia le gritaban que fuera cruel y despiadado.
Y mientras tanto, ahí estaba Gabriel. Con su cuerpo bañado en sudor, le costaba mucho respirar; la angustia y el sofocante sol de mediodía aumentaban su fatiga. Atado de manos y con la cabeza ya puesta en ese tronco de madera manchado de sangre. Todavia se preguntaba: — ¿Por qué su creencia lo hacía tan despreciable? — Y es que el no querer negar su fe era el componente perfecto para detonar la furia de aquellos gobernantes cuyo entendimiento estaba cegado por el orgullo y la soberbia. Y que al no tener los argumentos suficientes para debatir, optan por ejecutar en nombre de su dios a aquellos “insolentes” que, «en un acto de valentía», se atrevían a profesar un credo diferente.
Todo estaba listo, solo era cuestión de segundos para que su cabeza rodará por aquella improvisada tarima. y aunque el miedo y la agonía se había apoderado de él, estaba convencido de que lo volvería a hacer si fuera necesario. Porque para él morir por la causa de su Dios, lo hacía un hombre afortunado.
Aferrarse ciegamente a un dogma significa, necesariamente, desear la aniquilación de cualquier otro distinto. Nos lo enseña la historia, aunque muchos se nieguen a reconocerlo.
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